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Otro día al morir
deja una cama, un retrato
unas ropas en los alambres
y su nombre en otro hombre del Bajo de la marcela
que tiene diez años
y ha comenzado, también, a usar los puños.
Jorge García Usta (Crónica de un hombre del Bajo de la Marcela)
Por Gabriel Ramón Pérez Castellar.
Papá dedicó buena parte de su vida a enseñarme a ser lo que soy. Su forma ritual de asumir la cotidianidad la encuentro en mí todos los días de mi vida. Quienes me conocen y lo conocieron saben que soy un “viejo Gabriel” a pequeña escala, y me siento orgulloso de eso.
Fue con él que aprendí a valorar la música en su estado más artesanal. Cuando yo era un niño, me sentaba a su lado durante horas a escuchar boleros y sonidos antillanos en su vieja grabadora de casetes, mientras él revolvía la caja donde guardaba toda la música que luego organizaría meticulosamente.
Junto a papá también vino mi afición por el béisbol. Su gusto por el deporte más bonito del mundo (así le decía) era devocional y disciplinado.
No puedo recordar por qué, pero unos años antes de su muerte le hice al viejo una pregunta que, hasta ese momento, nunca le había hecho por resultarme irrelevante. Le pregunté a papá de qué equipo de béisbol era seguidor. Su respuesta inicialmente fue contundente y encajaba muy bien en lo que entendía de él. Me dijo que no tenía un equipo favorito, que él era fanático del béisbol y de los buenos jugadores, a quienes, paso seguido, comenzó a enumerar. Luego de un rato y un corto silencio, balbuceó entre dientes: “pero pues, si me tocara elegir un equipo, creo que serían los Dodgers”. Nunca me lo esperé.
Hoy, en medio de una postemporada que tiene a los Dodgers candidatos a ganar el campeonato de liga y llegar a la Serie Mundial, con un jugador que rememora el béisbol de antaño, bien jugado y de carácter (Shohei Ohtani), recuerdo esa Serie Mundial de hace cuatro años, esa que ganaron los Dodgers en seis juegos y que mi viejo no pudo ver. Recuerdo cómo esa Serie la disfruté tanto como la sufrí. En el juego seis, juego en donde los Dodgers se coronaron campeones, no dejaba de imaginar lo bonito que hubiera sido ver la victoria del equipo de Los Ángeles junto a papá, tal vez como esa suerte de respuesta a la inevitable necesidad de capotear el rudo embate de la muerte.
Al final, la desolación que abraza la idea de la no existencia física terminaba por embestirme. Y ¿cómo no?, si fue él quien me llevó cargado a mi primer día de clases en la “Escuela Anexa número 1”, fue él quien me dijo eso que solo un hombre del Caribe le dice a quien entiende heredará parte de su pequeño legado. Fue él quien me dio el nombre.
Cuatro años después de la partida del “viejo Gabriel”, solo espero cumplir los compromisos que hice con su legado: hacerle sentir a mi hija todo el amor que siento por ella, tal cual lo hizo mi viejo conmigo. Poder seguir entendiendo el significado de mi tierra más allá de la denominación geográfica. Seguir creciendo sin perder de vista el hombre de pueblo que soy y vivir la vida con dignidad y sin miedo a la lucha.
Cuatro años después de que escribí parte de este texto en un estado de Facebook, estoy seguro de que este fin de año, al igual que los venideros, el regreso a casa será interminablemente duro. No encontraré a papá sentado en el parque, esperándome.