Por Héctor Romero Díaz.
No es que en Barranquilla no existieran librerías por entonces. Las había, claro, pero eran las típicas de cadena, frías y asépticas, donde comprar un libro se sentía como hacer fila en una carnicería o esperar turno en un hospital. Nada de librerías que invitaran a quedarse, a descubrir, a formar parte de algo. O al menos no las conocía. Era un sujeto que me guiaba por mis sombras, siempre de espaldas al sol, con el rostro vuelto hacia la luna. Uno entraba a estas librerías asépticas, comprabas y te marchabas igual, sin que el lugar dejara huella en ti. Y los dependientes, uniformados como despachadores de boletos en una terminal de transporte, con rostros lúgubres y actitudes discretas, ordenaban los estantes mientras te vigilaban con ojo avizor, no fuera que te robaras un ejemplar de los textos de cine de Antonio Di Benedetto, imposible de adquirir, o aquellos libros de fotografía, tan grandes y robustos que requería todo un operativo de asalto para sacar una copia bajo el brazo. Recuerdo a Elías, una especie de enemigo público para los dependientes. Se movía entre los estantes, tomaba un libro, se sentaba en la sección infantil en una de esas sillas diminutas o cruzaba las piernas sobre los tapetes coloridos de rompecabezas que suelen verse en las guarderías, y pasaba las páginas con rapidez, devorándolas de un tajo, gracias al curso de lectura rápida que su padre había pagado. Él terminaba un volumen entero mientras los dependientes, con su desconfianza profesional, lo observaban desde las esquinas, impotentes ante el asalto intelectual que no dejaba rastros físicos. Pero Elías no se inmutaba: cerraba el libro con el gesto sereno de un cliente satisfecho, lo dejaba en su lugar y salía con la elegancia de quien ha robado el tiempo, pero no el objeto…Y bueno, estaban las librerías de saldo del centro, con sus clásicos machucados por los años y uno que otro tesoro oculto entre la montaña de libros viejos de Círculo de Lectores, Bruguera libro amigo, Oveja Negra…No eran librerías propiamente dichas, sino tenderetes pegados al andén, con libros apilados, con sus páginas infladas por el sol, rodeados de puestos que vendían ropa y cachivaches. Y cuando llovía, el caos se desataba: los vendedores corrían a salvar su mercancía del arroyo que bajaba apenas siendo una corriente de agua negra que iba lamiendo la calle, anunciando el desastre antes de que la lluvia siquiera se desgranara y los devorara sin piedad en una marea que se desbordaba sobre el pavimento, se tragaba las aceras, subía por las esquinas, trayendo consigo todo lo que había dejado el día, basura, trozos de ropa, una nevera sin puerta, una estufa destartalada, restos de vidas pasadas que bajaban con la furia de la tormenta, cuerpos que intentaban aferrarse a nada, mientras la corriente los iba desnudando, y la gente corría siguiendo el curso de un cuerpo que no podía escapar del destino de la ciudad, gritaba la gente enloquecida, con las manos levantadas, un grito que ni siquiera el ruido de la lluvia conseguía callar. Parecía una invasión bárbara. A veces, los libros flotaban, deslizándose en el agua amarilla del arroyo. Los colores de las cubiertas se mezclaban con el barro y las ratas, que, aferrándose a las páginas mojadas, descendían como pequeños marineros sin destino, como surfistas en medio de un huracán, como pescadores a la deriva. Yo observaba el caos pintoresco, resguardado, absorto, pegado a la pared de un edificio, sin poder hacer nada, y en la cabeza Riders on the Storm de The Doors… Into this house, we’re born, into this world we’re thrown… Durante mis más de quince años en Barranquilla, apenas frecuenté los tenderetes de libros. La mayoría de las veces pasaba de largo y entraba a la biblioteca de la Aduana después de reposarme del sol en una banca de la plaza, fumando un cigarrillo, viendo los carros de la Vía 40 y las casas, al fondo, después de la carretera, del barrio Barlovento, con sus fachadas rojas y amarillas que el sol de las dos de la tarde hacía estallar, tanto que si mirabas por mucho tiempo te provocaba ceguera, dolor de cabeza y fiebre ligera. En la Facultad de Filosofía, todos hablaban de un librero legendario llamado Marcos. Guardaba joyas, decían. Nunca lo conocí, pero mi hermano a veces bajaba al centro y volvía con viejas enciclopedias de la Segunda Guerra Mundial, tan antiguas que parecían impresas semanas después de lanzar la bomba en Nagasaki. Una noche, Giancarlo me contó, después de ver una película de Argento, que Marcos se había suicidado, y que los libros los heredó un sobrino que los estaba malvendiendo para abrir un nuevo negocio. Hay un dicho popular que dice que cuando muere un anciano en África muere una biblioteca. Una frase que parece original la primera vez, pero a la segunda ya suena impostada. Con Marcos ocurrió algo así. Su muerte fue el incendio de Alejandría en Barranquilla. Los libros quedaron en manos de haraganes, y los saqueadores no tardaron en aparecer. ¿Dónde fueron a parar los libros de Marcos? Más de uno lamentó el destino de ellos y la forma en que el viejo librero acabó sus días. No recuerdo si se suicidó en su librería o una madrugada en la cocina de su casa. Nunca lo conocí, ni pisé su librería. Al pensar en ella la imagino como El Dinosaurio, aquella librería en Bogotá: una casa estrecha que se alarga en laberintos infinitos de estanterías, donde los libros parecen sostener los cimientos mismos del lugar. Y puedo verlo a él colgado entre dos estantes que se inclinan ligeramente, despidiéndose de su dueño, mientras su cuerpo se balancea sobre copias desvencijadas que esparcen un olor a guardado, a húmedo, a polvo, a sucio: el aroma natural de los libros viejos.